Ponencia: el curso de Literatura infantil y juvenil en los programas universitarios de Educación

Acercar al futuro docente a la teoría literaria no es un capricho de los literatos, tampoco un tema superfluo. Para entender esto pondré como ejemplo a la “animación lectora”. Este concepto, que engloba prácticas, técnicas y metodologías para promocionar la presencia del libro en las escuelas y acercar al niño a la lectura ha permitido identificar el rol del docente como un “mediador” que ayuda, anima, mueve al niño a que se acerque a un libro, lo lea y, sobre todo, lo disfrute. Hasta aquí todo suena muy bien, pero, como bien señala Carmen Domech: “de nada serviría un consumo indiscriminado de libros, en muchos casos mediocres, si no se profundizara en sus contenidos y se intentara ir más allá de una lectura superficial”. Y es que, como comenta la misma Domech, la idea de la animación implica poder hacer partícipe a los niños y jóvenes de la lectura. En ese caso, un profesor que no tenga formación en ni respeto por la literatura ¿cómo los haría participar? ¿de qué hablaría? ¿de cuántos personajes había en el relato? ¿de qué le dijo tal personaje a tal otro? ¿de qué piensa el alumno de tal acción?, aquí las taxonomías son una ayuda, pero sin la base formativa literaria se convierten sólo en una herramienta superficial. Sin esta base los docentes así estaríamos siempre atados a las técnicas, a las preguntas de comprensión que nos entregan juntos con los textos. La raíz de esto se halla en un afán, que se concretiza en ciertos lugares de estudio pedagógico, por ir de frente a la práctica pedagógica, desechando las humanidades, tal como ha manifestado Vargas Llosa hace unos días en una reciente entrevista en Buenos Aires:

“Una de las ideas que por desgracia parece prevalecer es la de que esa educación (de los jóvenes) debe ser fundamentalmente pragmática, que debe preparar a los jóvenes sobre todo para asumir la revolución tecnológica de nuestro tiempo sacrificando las humanidades, como si las humanidades fueran un lujo prescindible. En muchos países las reformas de la educación van orientadas en ese sentido. A mí eso me parece gravísimo, porque creo que las humanidades son las que mantienen justamente los denominadores comunes, en tanto que la tecnología y la ciencia tienden a crear especialistas, no puede ser de otra manera, por la elaboración, por la diversificación extraordinaria del conocimiento”.

Y es que hablar de literatura es hablar de arte y de humanidades, hablar de espacios de reflexión, propios e íntimos; es en el centro de cada persona, en sus intereses y mundo interior donde los mundos que la literatura le propone brillan y cobran valor. Si los futuros docentes logran un conocimiento, respeto y acercamiento a la literatura ya han dado un gran paso, lo mismo podrán lograr sus alumnos, el resto estará en manos de su libertad.

La segunda columna que debemos fortalecer en nuestras Facultades es la libertad textual: a los docentes no se les puede educar en torno a una serie de determinadas editoriales ya que les limita demasiado. Contamos hoy con un background cultural; podemos apoyarnos en un canon literario infantil mundial: desde los clásicos cuentos de hadas con versiones de los Grimm, Perrault y Andersen pasando por el Pinocho de Collodi hasta llegar a más contemporáneos como Maurice Sendak (con Donde viven los monstruos) o Roald Dahl (con sus conocidas obras Charlie y la fábrica de chocolates, Matilda, Las brujas, etc.). En este camino bibliográfico podemos introducir obras más locales, desde mitos y leyendas que en nuestro país abundan (tal como las recogidas por Arguedas e Izquierdo Ríos en su obra Mitos, leyendas y cuentos peruanos) pasando por una selección de tradiciones de Palma hasta los contemporáneos Eslava, Colchado, Tejo, entre otros, esto solo por mencionar narrativa, no hablo de poesía. En este camino, en compañía de estos y otros autores se descubre lo que señala Parreira:

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